Tiempos modernos 2.0, la venganza de la alienación

Hay muchos actos culturales llenos de pompa digital, famoseo y difusión a través de esa confederación de grandes hermanos que son las redes. Y después figuran otros que existen menos pero que acogen más. La Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid alberga cada jueves una proyección del mejor cine político aderezado con ironía y humor amargo. Todo aquel que quiera disfrutar de un clásico con vocación de explicar la actualidad mucho mejor que nuestros tertulianos es bienvenido a su Salón de Actos. 

Hace unas semanas, en estas sesiones, Charles Chaplin se jubilaba como vagabundo en ‘Tiempos modernos’. Tiempos Modernos es una constelación de gags cómicos que escenifican un auténtico tratado económico-político. Un análisis que retrató las miserias de la sociedad industrial y que nos permite explicar buena parte de lo que nos sucede hoy. 

El obrero Charlot, de resuelta pero fatigada y triste sonrisa, trabaja como extensión de la máquina en una poco refinada cadena de montaje taylorista. Su trabajo se limita a uno o dos movimientos, lo cual le atribuye una destreza microscópica, y a la vez, un enorme riesgo.

Las grandes empresas hicieron de la organización científica del trabajo una condición necesaria para extraer mayores cantidades de plusvalía una vez avanzada la segunda revolución industrial. La sociedad de masas, el fenómeno de consumo que aconteció en las grandes urbes desde principios del siglo pasado, requería de una producción que tendiera al infinito. Todo era y sigue siendo masivo.

Este engranaje productivo había sido atisbado en 1776 por el economista y filósofo moral Adam Smith. Para este, un artesano que quisiera fabricar alfileres no llegaría a las veinte unidades diarias; sin embargo, tras la organización de una sencilla cadena de producción, la producción de estos utensilios habría ascendido a 4.800 por persona.

Esta revolución productiva es una de las más importantes de la historia de la humanidad y nos ha permitido consumir todo tipo de cosas sin apenas darnos cuenta de su verdadero coste. La división internacional del trabajo incrementó las posibilidades de dicha revolución, haciendo del comercio internacional, por una parte, una forma de acceder a productos importados que de otro modo no serían asequibles; y por otra, un seguro económico contra las continuas guerras imperiales de los siglos previos.

La pandemia y los acontecimientos más recientes han echado por tierra estas provisionales leyes sociales. Vivimos un mundo cada vez más inseguro pero que refleja mejor las formas brutales de las que depende nuestro bienestar material.  

Este salto productivo tenía, además, enormes sombras. La otra cara del plusvalor, del beneficio extraído gracias a la automatización y a la organización especializada de las empresas, es la alienación. El obrero quedaba deshumanizado y reducido a un conjunto de acciones monitorizadas desde arriba.

Chaplin se integra en la sociedad como un trabajador pobre que no puede aspirar a fumarse un cigarrillo en el baño y que atraviesa unas avenidas en las que la prohibición a profanar la propiedad privada es la señal predominante. La eficiencia productiva y el orden normativo le persiguen. No es extraño que estas presiones conduzcan al protagonista a un ataque de nervios. El hospital se convierte, en ese punto, en un servicio penitenciario, en una cárcel para cuerdos. 

Chaplin representa cómica y trágicamente la fatalidad de una era industrial que mantiene hasta hoy sus principios fundadores y su esencia. Compulsivo apretador de tuercas, perseguirá a las mujeres ataviadas con uniformes que tengan botones asimilables a las piezas de acero. La prisión le espera como si fuera la eterna puerta giratoria de un personaje sujeto a una continua exclusión social.

Algunos análisis identifican el movimiento espasmódico de Chaplin en Tiempos Modernos con una crítica a la frenética actividad de la maquinaria industrial. Pero también, al incesante impulso de consumir.  

Pasados casi noventa años de esta película, y con unos servicios públicos de bienestar que han logrado no pocos éxitos, estos tics nerviosos y esta agitación enfermiza persisten entre nosotros. Como la que experimentamos cuando entramos en un centro comercial y los colores, las luces y la música nos incitan a fundirnos con un ambiente de hedonismo, un gratis total respaldado por una tarjeta de crédito. O la que nos producen unas redes sociales que nos mantienen al día de nuestros contactos. De poner a trabajar nuestro dinero hemos pasado a sembrar digitalmente nuestra marca. El creciente insomnio, más que un inconveniente, parece un asomo de lucidez. 

Gracias a plataformas como Twitter, Facebook, Linkedin, Tinder, Instagram o TikTok, entre muchas otras, las personas caminamos por las calles con pequeñas descargas eléctricas en forma de vibraciones. Esta cojera garantiza la superproducción de mercancías y símbolos por parte de un aparato global que no puede detenerse. Una gran cadena de montaje de señales que ha encontrado en el estudio de nuestro comportamiento digital una nueva fuente de beneficios. La sociedad de la desinformación no es más que una tendinitis, el agotamiento de un tejido social que refleja su extenuación mientras redobla sus esfuerzos por realizarse. 

Quizá el final de Tiempos Modernos, con la despedida de Chaplin como icónico vagabundo, pueda entenderse como una profecía, pero también como una llamada a la acción. La sociedad se ahoga en un mar de plásticos verbales en el que flotamos a costa de una constante ebriedad. Para evitar hundirnos cabría hacer como Charlot y mirar al horizonte. A un nuevo escenario en el que el sol ilumine un suelo sin asfalto ni abrillantador. Un lugar al que probablemente sea imposible llegar pero que, como afirmara Eduardo Galeano, nos obligue a desplazarnos.  

Un encuentro inesperado

Últimamente tengo muchas, muchas pesadillas. Cuanto más las menciono, más tengo. Parece como si al querer matar una mosca acabara teniendo luego dos, luego cuatro, luego dieciséis -cuatro por cuatro. Después de escribir esto tendré más de una treintena de sueños pesados, sudorosos, de arenas movedizas en las que quedarme atascado y gritar para pasar a las siguientes.

Anoche tuve bastante metraje. Me peleé con un muchacho muy moreno en un bar. Le empujé y me dio un codazo, como diciéndome «te puedo dar muchos más». Entonces salí del bar, que luego era una papelería. O algo así, porque según me alejaba, cabreado, el local iba cambiando de objeto social.

Cuando me mudé de estación onírica, ya se me había olvidado de todo. Pero esta mañana intentaba despejarme dando un paseo por el campo cuando volví a ver al moreno.

Estaba sin camiseta, haciendo el subnormal. Al pasar por delante, empezó a hacer ruidos como de cerdo, tratando de provocarme. Sabiendo que los ruidos de cerdo son precisamente mi punto débil.

Empezó a darme miedo y recordé un relato breve de Stephen King titulado ‘A veces vuelven’. Cuando regresaba a mi casa este bajaba la misma cuesta que yo ascendía. Miré hacia abajo hasta que estuvo muy cerca de mí y entonces vi sus ojos. Pestañeaba, nervioso, intentaba mirar al frente… Probablemente quería disimular. O recordarme que seguía allí.

Ver a una criatura de tu imaginación cruzarse contigo dubitativa es, como mínimo, una señal de respeto. Yo te hice real, yo debería poder destruirte. Edgar Allan Poe jugaba con esas dualidades en su cuento William Wilson, pero el protagonista acababa algo peor de lo que espero terminar yo. Ahora me toca acostarme. Soñaré con la papelería, me atenderá un cerdo sin camiseta y acabaré tirado en el campo. No está tan mal esto de no dormir bien.

Love of my life

Recuerdo aquel verano del año 2001. Cuando hacía calor y aquello era lo normal. Cuando cayeron las Torres Gemelas dentro del televisor de nuestra casa. Cuando recorrimos media España en una furgoneta; cuando estar en forma, tener el pelo largo y coger color eran una prioridad para cumplir el sueño romántico.

Tenía veinte años y pensaba en pocas cosas y al mismo tiempo en muchas. Mi compromiso político no era, precisamente, fervoroso, como el de los militantes de Al-Qaeda. Me alegro de seguir en una línea parecida. En aquella época no es que estuviera desencantado: más bien, prestaba atención solamente a los que cantaban.

Ni Queen ni Freddy Mercury estaban ya de gira. No había podido disfrutarlos en directo pero sí lo hice, y mucho, en diferido. Mi hermano prácticamente traficaba con CDs por Internet para llegar a tener todos los conciertos posibles de esta banda, o de Van Halen, o de The Creedence Clearwater Revival, AC/DC, Rainbow o Blind Guardian. Parecía que, más que aficionarse, estuviera componiendo él mismo las canciones y gestionando las actuaciones en directo.

Así son a veces las pasiones: o todo, o nada. Recuerdo su cara cuando le puse el primer disco rock de su vida: ‘Slide it in’, de Whitesnake. El compact desapareció de mi cuarto. Y llegaron cientos. Una inflación de notas y de acordes que aterrizó para quedarse.

En este ‘Love of my life’, Freddy Mercury se dirige a la multitud en el estadio de Wembley. No han acabado los ochenta y todavía, probablemente, no está enfermo. Brian May, el físico y virtuoso de la guitarra, Roger Taylor y John Deacon hacen más que acompañarlo.

Del amor de tu vida al mundo que hemos creado -la segunda de las canciones en el enlace que abajo figura. Canciones que aspiran a marcar un verano. El estío es una metáfora de la vida: siempre acaba y siempre se recuerda. Creamos cosas nuevas al rememorar: traemos al presente aquella noche tontorrona, el rebote del sol de la tarde en el mar o aquellos estribillos que por entonces nos parecían más pegajosos que nuestras camisetas.

Canciones

Podríamos ser canciones, nada más. Y nada menos.

Letras que coronan una música que por algo surge de la nada. Sensaciones, recuerdos, proyecciones, sentimientos. Melodías con las que dar un gran salto adelante tras haber retrocedido tímidamente; sintonías para correr, jadeando; composiciones para poder pegarle a alguien un tortazo. Nuestras pasiones las necesitan: las llaman, y al mismo tiempo, las alimentan.

Somos casi todo agua y por ahí vamos, como si no lo supiéramos, como si cuando pedimos un vaso en un bar nos apeteciera a nosotros, y no fuera la propia agua que somos la que quiere expandirse. Quizá por eso pedimos tantas Coca Colas y cervezas.

Igual pasa con la música y con su guarida, el pentagrama, esa gráfica que es más bien una geografía de sentimientos, de ilusiones, de anhelos y temores. Una magnética resonancia de lo que queremos hacer y sentir en la vida.

No sé si somos música y por eso la creamos desde un principio. Y si no hemos querido enterarnos y, si por eso, nos pasa lo que nos pasa, que son demasiadas cosas. Las palabras, sin patrón instrumental detrás, tienden a engañarnos, a despistarnos, a marearnos. A señalar a otros. A construir relatos para mantenernos unidos y separados de esos de allí, de aquellos otros. Sin ningún compás posible.

Y tras palabra y palabra, discursos, manifiestos, guerras, invasiones. Las muertes duelen aunque vivamos entre cien mil pantallas. La gente sigue muriendo aunque eso dé dinero. Las muertes duelen, duelen aquí abajo, aunque quitemos el volumen: un poco más arriba del ombligo, que es también un espejo al que pasamos mucho tiempo enganchados.

Ese dolor que sentimos aunque el ombligo nos tenga en ‘off’, aunque no podamos conectarles unos auriculares, nos exige acción. Una multitud callejera que aúlle, que transforme en animal la desazón del marasmo mundial ante la masacre, frente a la barbarie diaria.

Si de verdad somos agua, no debería haber separaciones. Si somos música, deberíamos acercarnos con bastante menos miedo. Daniel Barenboim, israelí profundamente crítico con las decisiones de su país, se ha manifestado estos días contra esta tragedia que ocurre en Gaza, en Tel Aviv, y en tantas otras ciudades. Es un gran director de orquesta. No parece una casualidad que a gente como a él le duela tanto lo que está pasando, pues además, trabaja con todo tipo de credo religioso dispuesto a componer una sinfonía.

Esta columna no es un análisis político, ni mucho menos. Para eso, hay muchas más ventanas en este infinito ventanal. A mí no me quedan palabras para entender lo que está pasando, por eso no las analizo: no lavo la ropa sucia en un charco sucio porque ya sé lo que voy a tener que tender después. Son vaqueros de los ochenta, gastados, como la infinidad de palabras que nos saltan a los ojos para que pensemos como se piensa hoy día. Para poder comprender lo que ocurre como tiene que ser entendido.

Solo queda un paradójico mutismo, un mutismo musical para que este mundo deje de ser una pesadilla, que, por desgracia, no es nunca muda. Que mañana, o algún día al menos, podamos escucharnos, y sentir, por fin, esa música que somos. Y que podamos pedir un agua, con o sin gas, como si no pasara nada.

Noticias urgentes

Leo una alerta en mi ordenador. Me dice: «urgente». Lo miro corriendo, respondiendo a la perentoriedad del mensaje.

Inmediatamente llega la decepción: al parecer, una mujer y sus hijos han fallecido en un incendio.

Y lo primero que me dice mi cabeza es que era urgente, en cualquier caso, para ella.

No es que yo sea un mal tipo -esta es una cuestión sobre la que, como todo el mundo, he paseado más de una vez. Es que soy quizá demasiado crítico con lo que leo. En un país de casi cincuenta millones de personas pasan continuamente cosas. Y la producción de noticias, es decir, de textos a partir de acontecimientos, es una industria manufacturera más, que hace de la materia prima de la vida un relato que consumir casi siempre con urgencia.

Por eso creo que esta falsa forma solidaria de sentir y de compadecernos por lo que sale en el monitor nos aleja de vivir realmente. Lo urgente debe darse la vuelta y unirse a lo importante. Y por supuesto, quiero que mis lectores me quieran y que piensen que lamento este tipo de sucesos. También condeno que nuestro entramado económico y social quiera aprovecharlos de esta manera. No más incendios, no más urgencias en los monitores.