Leo una alerta en mi ordenador. Me dice: «urgente». Lo miro corriendo, respondiendo a la perentoriedad del mensaje.
Inmediatamente llega la decepción: al parecer, una mujer y sus hijos han fallecido en un incendio.
Y lo primero que me dice mi cabeza es que era urgente, en cualquier caso, para ella.
No es que yo sea un mal tipo -esta es una cuestión sobre la que, como todo el mundo, he paseado más de una vez. Es que soy quizá demasiado crítico con lo que leo. En un país de casi cincuenta millones de personas pasan continuamente cosas. Y la producción de noticias, es decir, de textos a partir de acontecimientos, es una industria manufacturera más, que hace de la materia prima de la vida un relato que consumir casi siempre con urgencia.
Por eso creo que esta falsa forma solidaria de sentir y de compadecernos por lo que sale en el monitor nos aleja de vivir realmente. Lo urgente debe darse la vuelta y unirse a lo importante. Y por supuesto, quiero que mis lectores me quieran y que piensen que lamento este tipo de sucesos. También condeno que nuestro entramado económico y social quiera aprovecharlos de esta manera. No más incendios, no más urgencias en los monitores.
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