Últimamente tengo muchas, muchas pesadillas. Cuanto más las menciono, más tengo. Parece como si al querer matar una mosca acabara teniendo luego dos, luego cuatro, luego dieciséis -cuatro por cuatro. Después de escribir esto tendré más de una treintena de sueños pesados, sudorosos, de arenas movedizas en las que quedarme atascado y gritar para pasar a las siguientes.
Anoche tuve bastante metraje. Me peleé con un muchacho muy moreno en un bar. Le empujé y me dio un codazo, como diciéndome «te puedo dar muchos más». Entonces salí del bar, que luego era una papelería. O algo así, porque según me alejaba, cabreado, el local iba cambiando de objeto social.
Cuando me mudé de estación onírica, ya se me había olvidado de todo. Pero esta mañana intentaba despejarme dando un paseo por el campo cuando volví a ver al moreno.
Estaba sin camiseta, haciendo el subnormal. Al pasar por delante, empezó a hacer ruidos como de cerdo, tratando de provocarme. Sabiendo que los ruidos de cerdo son precisamente mi punto débil.
Empezó a darme miedo y recordé un relato breve de Stephen King titulado ‘A veces vuelven’. Cuando regresaba a mi casa este bajaba la misma cuesta que yo ascendía. Miré hacia abajo hasta que estuvo muy cerca de mí y entonces vi sus ojos. Pestañeaba, nervioso, intentaba mirar al frente… Probablemente quería disimular. O recordarme que seguía allí.
Ver a una criatura de tu imaginación cruzarse contigo dubitativa es, como mínimo, una señal de respeto. Yo te hice real, yo debería poder destruirte. Edgar Allan Poe jugaba con esas dualidades en su cuento William Wilson, pero el protagonista acababa algo peor de lo que espero terminar yo. Ahora me toca acostarme. Soñaré con la papelería, me atenderá un cerdo sin camiseta y acabaré tirado en el campo. No está tan mal esto de no dormir bien.
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